Henri Bergson (1859- 1941) fue un filósofo interesado por el tema de la vida que combinó de forma original un planteamiento espiritualista con reflexiones inspiradas en los avances científicos de su época. Bergson, de familia judía, nació, vivió y murió en París, donde ejerció muchos años como profesor en el College de France. Fue un ensayista de estilo atrayente e incluso consiguió ganar el Premio Nobel de literatura, que muy rara vez se ha otorgado a filósofos. El objeto recurrente de su pensamiento es la conciencia humana como vivencia que escapa a la comprensión meramente intelectual, que todo lo fija y exterioriza. Por ejemplo, el tiempo del que habla la ciencia es una sucesión de instantes fijos que se persiguen por una línea continua, de forma espacial; pero para nuestra conciencia el tiempo es una duración continua, una corriente que fluye y en la que los instantes no son más que abstracciones artíficamente determinadas. Para hacerse una idea del tiempo, la inteligencia aplica un método que podríamos llamar cinematográfico: lo divide en fotogramas estáticos cuya rápida sucesión da la impresión de movimiento. Pero la intuición de la conciencia capta la película en sí misma, fluida y continua.
La obra más célebre de Bergson es La Evolución creadora, en la que trata del origen y esencia de la vida. En ella se opone tanto a la versión metafísica clásica, estática y finalista, como a la evolución según el modelo de Darwin (aunque se inspira abundantemente en él), porque le parece que ninguno de ellos da verdadera cuenta de la multiplicidad y dinamismo de la vida. Para él, todo procede de una fuerza originaria, el impulso (élan) vital, que despliega a lo largo de la duración continua del tiempo su energía creadora pero no de forma progresiva y gradual, sino en tres ámbitos diferenciados: el de los vegetales, el de los animales y el de los humanos (el mundo mineral es una especie de residuo petrificado que el despliegue de la vida va dejando atrás, como su baba el caracol). Lo mismo que los tres caminos divergentes proceden de un núcleo creador común, también tienen aspectos similares: por ejemplo, tanto el instinto de los animales como la inteligencia de los humanos son la capacidad de crear instrumentos para facilitar la vida, aunque las herramientas del instinto animal son orgánicas y en cambio las de la inteligencia son inorgánicas o técnicas. Por decirlo así, los animales evolucionan creando nuevas especies y los hombres inventando nuevos aparatos, siempre a impulsos del élan vital.
Para Bergson, las sociedades humanas expresan la lucha constante entre espiritualidad y materialidad que rige toda la realidad. La ética no es un fruto de la razón, como pretendió Kant, sino de la necesidad de supervivencia de la sociedad misma: las obligaciones morales son los hábitos que los humanos adquieren para poder vivir en comunidad (el hábito de adquirir hábitos es el fundamento de la sociabilidad humana). De esta forma la ética es cerrada, como la sociedad misma de la que proviene y a la que sirve. Pero también existe otra ética superior, abierta, la que encontramos en los santos del cristianismo o del budismo, los sabios de Grecia o los profetas de Israel: esta ética no responde a ninguna sociedad concreta y limitada, sino a la humanidad total, y apunta hacia una forma de sociedad sin fronteras ni leyes fijas. Esta ética abierta, creadora y que nunca deja de progresar, es la más alta expresión espiritual del impulso vital que mueve el Universo.
(Fernando Savater. Historia de la Filosofía. Sin temor ni temblor. Editorial Espasa. Madrid. 2009)